lunes, 26 de diciembre de 2011

Martes

Después de pasar un buen rato dando vueltas en la cama procurando infructuosamente volver a conciliar el sueño, decidió mirar la hora en el viejo reloj despertador que adornaba su mesita de luz. Comprobó para su disgusto que eran las 6.58 de la mañana, y faltaban apenas dos minutos para que comenzara a sonar. Apagó la alarma, después de tantos años escuchándola al despertarse le había tomado cierta aprensión.
Se levantó sin preámbulos, recorrió el escaso trecho que separaba su cuarto del baño y prendió la ducha. Pensaba que era imprescindible bañarse antes de salir para poder despabilarse un poco, aunque a esta altura se trataba casi de un movimiento automático.
El café de la mañana tenía un dejo amargo, lo apuro mientras prendía la tele. El cable nuevamente andaba mal, la imagen estaba congelada. Estaba cansado de este tipo de problemas, más si se tiene en cuenta que no es un servicio barato.
Bajar tres pisos por escalera todas las mañanas y subirlos a la tardecita era lo que él consideraba ejercicio. Le pareció raro no cruzarse con el portero al salir. Los primeros rayos de sol se colaban entre las nubes dándole al cielo ese tono cálido que precede a una clara mañana de primavera. El silencio de la calle no le preocupo demasiado, el pasaje donde vivía jamás se había caracterizado por ser muy concurrido.
Sin embargo, al doblar en Rivadavia algo llamó poderosamente su atención. No se trataba de la cantidad de autos que poblaban la avenida produciendo embotellamiento, eso era normal a esa hora de la mañana. Lo chocante era la falta de ruidos, ni un motor en marcha, ni un bocinazo, nada excepto el sonido de sus pasos. Algo parecía indicar que esa mañana de martes no sería como las demás.
No tardó en darse cuenta que había otro gran ausente en esa escena: el movimiento. Nada se movía excepto él. Ni brusca ni levemente. Quietud y silencio total.
Entre las ideas que pasaron sobre volando su cabeza en poco más de un segundo (descartó de plano la locura), la hipótesis de estar soñando parecía la más acertada. Sin embargo, no podía ser posible, no solo porque jamás había tenido un sueño como ese, sino porque todo se sentía real, casi demasiado real.
Caminó en soledad por una inmóvil Rivadavia, todavía conservando la esperanza de que todo se tratara de una broma de mal gusto o algún producto de su imaginación. Esperanzas que vio desplomarse cuando divisó en la entrada de la estación Río de Janeiro de la línea A del subte unas 8 o 9 estatuas (después comprobaría que eran personas) apostadas en forma irregular a lo largo de la escalera. Se acercó a una de ellas y la saludó. Al no tener ningún tipo de respuesta, la tomó del brazo, primero suavemente, luego de manera brusca. Estaba desesperado por obtener algún tipo de reacción de esa cara inexpresiva, cuyos ojos parecían irremediablemente perdidos en el infinito.
Las próximas tres cuadras las recorrió corriendo, al tiempo que chocaba y empujaba a cuanta figura inmóvil se interponía en su camino. La falta de sonido y movimiento era más de lo que podía soportar.
Recordó aquellas viejas películas y novelas de ciencia ficción que tanto disfrutaba de adolescente. Nunca se hubiese imaginado lo terrorífico que podría resultar ser el protagonista de una de ellas.
Detuvo su carrera en la intersección de Rivadavia y Bulnes. No tenía sentido seguir deambulando sin rumbo. Necesitaba pensar, aunque no sabía bien en qué.
Entró en el primer bar que encontró. La escena: parecida a la de la calle. Los mozos completamente inmóviles, al igual que los clientes, le daban al local un aspecto similar a lo que pensó sería un museo de cera. Aunque realmente jamás había estado en uno.
Se preguntaba si sería el único capaz de moverse, si estaría completamente solo en ese lugar absolutamente estático. De pronto se levantaba delante suyo un mundo completamente nuevo. Esa visión le resulto aterradora.
Aburrido de la tan concurrida soledad del bar decidió ponerle un coto a sus fantasías al mejor estilo cine catástrofe, y abandonarlo. Sin rumbo alguno, pero con todos los destinos posibles, vagó en busca desesperada de vida. No quiso continuar por Rivadavia, no solo su inmensa quietud le daba escalofríos, sino que lo impresionaban todas esas caras inexpresivas que la poblaban. ¿Advertirían su presencia? ¿Se percatarían de que mientras ellos permanecían prisioneros de sus propios cuerpos, había alguien allá afuera que aún era libre? ¿Habría alguien más en algún lugar de la ciudad en su misma situación? No tenía las respuestas, ni creyó poder encontrarlas. Sin embargo, había otro interrogante que le preocupaba mucho más, ¿cómo sobreviviría a este extraño fenómeno?
Las campanadas de alguna iglesia no muy lejana anunciaron las 12 del mediodía. El tiempo vuela cuando la desorientación y el caos dominan la situación. Recién llegado ese momento pensó en su familia y amigos, ¿estarían también congelados? Como un reflejo tomó el celular para comunicarse con ellos. Por supuesto que estaba sin señal. Abstraído en sus cavilaciones, tratando de decidir cuál debía ser su próximo movimiento, tardó unos segundos en percibir el débil sonido de una voz que, sin embargo, iba tomando volumen a medida que pasaban los segundos. Era definitivamente una voz femenina, y estaba cantando.
Se escondió detrás de uno de los autos que adornaban la calle. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Los últimos instantes le resultaron eternos. Cuando la vió aparecer, entonando ese canto angelical, se quedó sin palabras. No podía decir que fuera hermosa, al menos no en el sentido convencional de la palabra. Un halo de luz la cubría, como si de un ser celestial se tratase. La observó, con una extraña mezcla de atracción y rechazo, mientras ella iba recorriendo los cuerpos inmóviles, tomando algunos elemento de aquí y de allá. Desde su lugar no pudo distinguir qué era lo que estaba recogiendo. Sintió el impulso de ir a su encuentro, de preguntarle si sabía qué era lo que estaba pasando, pero temía que al interrumpirla el hechizo se desvaneciera.
Resignado a su cobardía, comenzó a caminar lentamente en sentido contrario, hasta perderla de vista. Hubiese jurado que mientras emprendía su agónica retirada la había escuchado susurrar su nombre, pero lo atribuyó a su imaginación.
Apenas había caminado una centena de metros, cuando cambió de parecer y decidió enfrentar a aquella solitaria dama. Sin embargo, al volver sobre sus pasos ella ya no estaba. Había perdido la única posibilidad de hablar con alguien que se le había presentado. Alguien que, quizá, poseyera alguna respuesta.
Algo irritado consigo mismo, pasó el resto de la tarde intentando encontrarla. Caminó varios kilómetros en distintas direcciones, al tiempo que la llamaba en voz alta (aún sin saber ni siquiera su nombre). En ciertas ocasiones le pareció oír el susurro de una voz femenina en su oreja, llamándolo. ¿Sería un indicio de locura?
Aunque estaba seguro que era inútil, no paraba de preguntarse por qué no había sido capaz de reaccionar. Conocía la respuesta, era su modo habitual de proceder ante lo desconocido, incluso contra su voluntad.
Cuando comenzó a atardecer se encontró caminando sin rumbo por la avenida Pedro Goyena. Desesperado por su infructuosa búsqueda, y realmente agotado de tanto andar, se sentó en el portal de un lujoso edificio. Sus ojos se cerraban, a pesar de que trataba de mantenerlos abiertos, casi como si tuvieran vida propia.
Volvió a abrirlos al escuchar que una mujer pronunciaba su nombre. Reconoció la voz al instante, era ella. Por supuesto, no estaba allí. Sobresaltado miró su reloj, eran las 6.58. Sintió una inmensa alegría al ver el desfile ruidoso de autos que atestaban la calle. Aún era temprano para ir a trabajar y no se encontraba lejos de la oficina. Ingresó en un bar, pido un café con leche, dos medialunas, y el diario.
Mientras desayunaba, se percató de que le habían llevado el diario del día anterior. Al hacerle notar esta confusión al mozo, éste con una siniestra sonrisa en el rostro y mirándolo profundamente le dijo: "Hoy es martes, siempre lo fue. Algunas personas se empeñan en desaprovechar el tiempo que se les concede".

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