Parado. Solo. Indiferente a todo lo que lo rodea en aquella fría mañana de otoño. La gente en la calle pasa sin darse cuenta, sin notar nada fuera de lugar. De vez en cuando, algún perro se queda mirándolo fijamente. Pero son solo segundos. Incluso el pobre animal entiende que no vale la pena.
Entumecido permanece de pie. Libre de sensaciones, de todas, las molestas y las placenteras. Una lágrima brota de su ojo derecho y se pierde antes de llegar al piso. No se engaña, sabe que es solo un reflejo.
No le quedan muchos recuerdos, ni sabe cuánto tiempo hace que está allí, en esa misma posición, ni como se vistió o cuando salió de su casa. Apenas algunos rostros como ecos lejanos que sin duda acabaran por desvanecerse mucho antes del final.
Aturdido, no hace más que mirar la figura que yace a sus pies. Lo atrae, lo inmoviliza, lo ata. Solo tiene ojos para ese rostro pétreo, que le resulta tan ajeno, y sin embargo se parece tanto al que esa misma mañana (o alguna otra quizá) vio reflejado en el espejo.