La primera vez que los vi era una nublada tarde de marzo. Caminaban de la mano pausadamente, conversando en voz baja. Ninguno de los dos reparo en mí. En realidad parecían no reparar en nada de lo que hubiera a su alrededor. Desde la estación, bordeando la plaza principal pasaron por el frente de mi casa y se perdieron detrás de la iglesia.
Lo recuerdo como si fuera ayer porque ese fue el día en que Carlos murió. En la nota de despedida decía que estaba cansado, harto de sentir la interminable opresión del mundo en su corazón. Charly, como le decíamos de chico, era almacenero y siempre había tenido una vida reposada. A todos nos sorprendió y entristeció su prematuro final. Nadie podía creer en esa nota, no parecían sus palabras, ni su voluntad.
Durante unos meses su recuerdo permaneció a flor de piel. Estos acontecimientos suelen calar hondo en los pequeños pueblos. Sin embargo, con el paso del tiempo y envueltos en los quehaceres de nuestra soporífera vida cotidiana, un halo de normalidad se posó nuevamente sobre nosotros.
La segunda vez que los vi recorrían exactamente el mismo camino, de forma similar, pero esta vez iban equipados con un pequeño anotador y una lapicera cada uno. Al divisarlos les clavé la mirada, habían pasado casi 4 años pero no habían cambiado un ápice. Al notar mis ojos posados en sus cuerpos se voltearon y me miraron a la vez. Incliné mi cabeza a modo de saludo, pero no obtuve respuesta alguna. Nuevamente los vi hacerse más pequeños, al tiempo que se perdían detrás de la iglesia.
En el transcurso esos años me había resistido férreamente a hablar de ellos. Quizá por temor, quizá por vergüenza, pero probablemente porque, al contrario de la practica general, nunca fui amante de los chismes. Sin embargo, apenas los vi alejarse, caminé resueltamente hasta el bar de la esquina de la municipalidad. Una vez acodado en la barra y con un par de tragos encima me resultó relativamente fácil sacar temas de conversación. Entablada la charla fue simple llevarla hacia donde quería. Así fue como en el medio de un acalorado debate sobre el éxodo masivo de jóvenes que había comenzado ese mismo invierno, lancé la pregunta: “¿ninguno vio a los dos extraños que caminaban hoy por la plaza?”
Al instante de formulado, comprendí el error que había cometido al esbozar dicho interrogante. El silencio que prosiguió fue casi absoluto. Las pocas personas que estaban en el bar se fueron uno a uno en los siguientes diez minutos.
No deja de sorprenderme como en los pueblos se pueden ventilar los hechos más deshonrosos de sus habitantes, en tanto y en cuanto se trasladen de boca en boca, pero se esquiva toda posibilidad de realizar algún tipo de revelación sobre un tema totalmente impersonal, cuando el auditorio es mayor.
De cualquier modo no quedé completamente solo, en una mesa oscura del fondo estaba, todavía tomando un whisky, el viejo Aníbal. Uno de los pocos que estaban en Esperanza desde su fundación, cuando aún era un paso obligado en el trayecto de mercancías desde el norte hacia la capital.
“¿Así que viste a los oscuros?” Me dijo el viejo. “¿Oscuros?” Esa definición me había llamado la atención. “Si, aquellos cuyo pasado, presente y futuro permanece en penumbras”, afirmó Aníbal. “Están acá desde el momento mismo en que se erigió el pueblo. Los he visto cientos de veces, siempre iguales, imperturbables, silenciosos. No sé de dónde vienen ni a donde van”. El viejo largó su discurso, yo estaba demasiado interesado como para interrumpirlo.
“De lo que sí puedo dar fe”, prosiguió, “es que su presencia se produce cuando acontecimientos atípicos suceden en Esperanza. Así, y como ya te dije, estuvieron en su fundación, en la gran inundación del ‘45, durante aquel verano en que el cólera hizo estragos y quien sabe cuántas veces más”.
El viejo hizo una pausa y me dedicó una gélida mirada. No supe que decir, así que me quede callado.
“Ahora andate a tu casa”, continuó. “Como te habrás dado cuenta tu pregunta no cayó muy bien”.
Le di las gracias, me levanté y cuando me disponía a abandonar el bar su voz me detuvo. “Un dato más, no han cambiado nada desde su primer visita”, dijo mientras terminaba su vaso de whisky.
Con la cabeza llena de ideas, interrogantes y pocas certezas caminé los pocos pasos que separaban mi casa del bar. Esa noche no pude dormir. Es curioso como el tiempo se estira, casi al límite de la liquidez, rebota y se vuelve espeso cuando el insomnio nos invade. Una pregunta rondaba mi mente una y otra vez, no me dejaba tranquilo, ¿por qué habían vuelto?
Serian alrededor de las 4 de la mañana cuando empezó a llover. El repiquetear de las gotas en el toldo que cubría el patio podía resultar molesto para muchos, pero la verdad es que me había acostumbrado, y me parecía agradable. Me levanté a cerrar la ventana ubicada justo en frente de mi cama, no tenía intenciones de amanecer con los pies húmedos. Al asomarme los vi. Sus miradas inexpresivas clavadas en mi ventana, sus manos con movimientos rápidos registrando quien sabe qué en sus pequeños anotadores.
Los vi sonreír, retorcerse, oscurecer y cambiar de piel. Las dudas se disiparon. Sería yo el protagonista del próximo evento atípico en Esperanza. Cerré la ventana, y me volví a acostar para tratar de conciliar el sueño. ¿Qué otra cosa podía hacer?
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