Una leve pero sostenida picazón en el pecho interrumpió su sueño. Era niño nuevamente, y por fin le habían comprado esa bicicleta que tanto había pedido. Todavía sentía una mezcla de felicidad y nostalgia que lo envolvía entre las sabanas. Que grande le resultaba su cama, ahora que no tenía con quien compartirla. Los primeros rayos de sol se colaban entre las hendijas de la persiana. Decidió que levantarse, ir a comprar el diario y alguna medialuna era el mejor plan que podía llevar a cabo, sobre todo si tenía en cuenta el súbito deseo de comer que ascendía por sus entrañas.
Se vistió lentamente, aún contemplando las cálidas orillas del sueño. Últimamente despabilarse le estaba costando más de la cuenta, le pesaban las extremidades y su cabeza le dolía, con ese dulce dolor que se tiene por haber dormido más de lo acostumbrado.
Al salir de su modesta habitación lo asalto un extraño aroma que no pudo reconocer. No le dió demasiada importancia y se puso a silbar una melodía que no se había podido sacar de la cabeza en toda la mañana, mientras caminaba rumbo al kiosco de diarios.
El del gordo Jorge no estaba. Aquel puesto que desde que tenía memoria se situaba en la esquina de su hogar no había dejado rastros. Se ofendió un poco al recordar la compra del diario del día anterior, ya que Jorge nada le había mencionado de una posible mudanza. Debieron haber estado trabajando toda la noche, supuso.
Caminó un par de cuadras en dirección al rio, pero no pudo encontrar ningún negocio abierto. A esta altura comenzó a llamarle poderosamente la atención no haberse cruzado con nadie. Miró su reloj como queriendo cerciorarse de que no había salido en plena madrugada (por más que el sol dijera lo contrario), eran las 10.15. A esta hora San Telmo suele ser un hervidero de gente que viene y va. Siempre le había molestado esa característica del barrio, aunque lo compensaba con sus pintorescas calles y ese toque de nostalgia tan particular que siempre rondaba el ambiente.
Se tranquilizó pensando que el bar del tano seguramente estaría abierto, y enfiló para la esquina de Defensa y Carlos Calvo. Más que un bar, se trataba de un bodegón antiguo, atendido por el hijo del dueño primigenio, que estaba abierto día y noche y servía de refugio a los mas desclasados de la fauna local. Por eso su tremenda sorpresa al comprobar que donde hasta el día anterior se situaba el bar había un coqueto puesto de venta de suvenires para turistas, de los que en el último tiempo habían comenzado a proliferar por el tradicional barrio porteño.
Un tanto desorientado ante los pequeños grandes cambios percibidos se sentó en un banco de una desierta Plaza Dorrego. Haciendo un paneo general por aquel otrora concurrido rectángulo de cemento diviso una placa de bronce a unos dos metros de donde se encontraba, casi en el medio de la plaza. La curiosidad no tardó en despertar en su interior y se acerco para poder leerlo. No pudo entender del todo la información que sus ojos le enviaban al cerebro.
Se quedo inmóvil más tiempo del que hubiera deseado. Cuando reaccionó, volvió lentamente sobre sus pasos al banco en el que había estado sentado. Se dejó caer en él. El dolor de cabeza que había arrastrado toda la mañana se agudizó, al tiempo que el miedo y la incertidumbre dominaban la situación.
La placa rezaba: "Centenario de la reserva natural Nuevo San Telmo: 2045 - 2145". ¿Dónde (o mejor dicho cuándo) diablos estaba?
Intrigante pero a la vez pintoresco relato que nos permite volar sensorialmente por uno de los barrios más cautivantes y simbólicos de nuestra ciudad.
ResponderEliminarExcelentes las imágenes y contextualizaciones elegidas por el autor para enmarcar y darle calidez a este amena y desconcertante narración!!